La protección de los monarcas a lo largo de los siglos hizo que los grandes artífices de cada época trabajasen en el conjunto. La primera capilla, proyectada por Francisco de Mora y con retablo de Pompeo Leoni, se pudo culminar gracias a las limosnas de Felipe II. La ampliación posterior, ejecutada por Felipe III, fue diseñada por Juan Gómez de Mora en línea continuista con su predecesor. Felipe IV, gran devoto de
la imagen, intentó construir un templo de proporciones colosales que no pasó los inicios de cimentación y que, finalmente, se limitó a una ampliación de la capilla existente a cargo de Sebastián Herrera Barnuevo, decorada al fresco por Francisco Ricci, Juan Carreño de Miranda, Francisco Herrera el Mozo y Lucas Jordán, entre otros.
En una capital sin catedral, el templo tenía una especial relevancia en lo referente a la manifestación pública de la fe en una monarquía católica. La cuestión de la escala y representatividad de la capilla real fue objeto de reflexión en el proyecto presentado por el arquitecto Isidro González Velázquez para restaurar el templo después de la ocupación francesa. En este caso, y como ocurrió durante todo el siglo XIX, fueron las reinas las principales benefactoras de la capilla de Atocha. María Isabel de Braganza apoyó la reconstrucción, que pocos años después perdería su condición de conventual, tras la desamortización y cesión como Cuartel de Inválidos de la Armada, conservando la capilla real. Isabel II consiguió la elevación del templo al rango de basílica por el papa Pío IX en 1863. Finalmente, María Cristina de Habsburgo impulsó la construcción de un nuevo templo en 1887.