El fuero de Madrid de 1202 ya hace referencias al prado de Atocha. Es la época en la que Alfonso X “el Sabio” dedica varias de sus cantigas a Santa María de Atocha, lo cual da idea de la popularidad de la imagen sagrada en tiempos tan tempranos. En esos años se sitúa también la gran devoción de San Isidro, patrón de Madrid, hacia esta advocación de las llamadas vírgenes negras. Así lo ensalzarían los cronistas
y literatos del Siglo de Oro, en la búsqueda de unas figuras o iconos propios que conformasen unas raíces casi legendarias sobre la que se asentara la historia de la ciudad.
La cesión de la ermita a Madrid en manos de los dominicos supuso el impulso definitivo para el desarrollo del santuario, que alcanzó su máximo esplendor en el siglo XVII. Fue en 1630 cuando el crecimiento de la villa llegó a integrar definitivamente en su interior, tanto la edificación como el gran olivar en que estaba enclavada, con la construcción de la cerca de Felipe IV.
La afluencia al santuario, tanto de fieles y peregrinos como de los reyes y toda su corte, hizo de Atocha uno de los principales escenarios de la vida pública de Madrid a lo largo de los siglos. Si el fervor religioso y popular fue protagonista en el siglo XVII, la mentalidad ilustrada de finales del XVIII, encontró en ese entorno fértil de los prados históricos (Recoletos, San Jerónimo y Atocha) un espacio natural de esparcimiento
dentro de la población con el real patronato como telón de fondo del último paseo. La influencia del convento en la conformación de la ciudad hacia el este queda patente en el desarrollo de la calle homónima que conectaba con el Alcázar. El frecuente tránsito procesional de los reyes acompañados de la corte favoreció el asentamiento en la zona de otras fundaciones religiosas de beneficencia como colegios y varios
hospitales, entre los que cabe destacar el General y de la Pasión.